Estaba en Córdoba, entre las sierras, algo aislada, se escuchaba el agua que caía de una cascada cercana y algún canto de pajarito más lejano; para la vista era más complejo, se alzaban a mi lado dos montañas rocosas entre las que se colaba una vegetación frondosa. Yo estaba en una especie de isla que se había formado entre las vertientes de dos ríos, sentada en el pasto y apoyada en un árbol sosteniendo a mi hijito que se acababa de dormir.
Esa inmovilidad obligada me hizo posar la vista en un pájaro, creo que fue el más pequeño que había visto; simplemente estaba ahí picoteando el pastito o no sé bien qué es lo que hacía, pero su imagen me cautivó. Apreciar ese momento, esa vista tan bella, me hizo preguntarme si yo podría disfrutar de la belleza que se alzaba frente a mis ojos si se presentara en otro contexto. Por supuesto que, en este caso, todo estaba dispuesto para hacerlo, pero si ese pajarito se posara en mi ventana el día en el que voy a dar un examen, o en el que me llegó una mala noticia, o simplemente cuando estoy muy ocupada, ¿podría verlo? ¿Podría disfrutarlo?
También podría haber pasado que, aunque estuviese en ese maravilloso contexto, estuviese aprovechando la quietud y soledad para pensar en las miles de ocupaciones que me esperaban en Buenos Aires al retornar.
Lo que quiero decir es que hay un contexto, opositor o facilitador, pero también hay un enfoque. Es como cuando el árbol nos tapa el bosque, ¿cuál sería el bosque? Y, ¿cuál sería el árbol? Si hiciésemos a menudo el ejercicio de identificarlos, quizás tendríamos más clara la importancia y relevancia de lo que estamos viviendo, porque la mayoría de las cosas que vivimos son el árbol y detrás de él sigue estando el maravilloso bosque, solo que no debemos perderlo de vista.
Realmente, como dice Pablo en Filipenses 3:13-14: «Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús.»
Prosigo a la meta porque está definida, visualizada, porque sé dónde está y en este sentido sería continuar viendo y disfrutando el bosque que siempre está ahí.
Entender mi identidad de hija de Dios (mi bosque) ha contribuido en todo a esta perspectiva, me refiero al ser, a lo que no cambia por atravesar ninguna circunstancia, sino que se mantiene inmutable. Recuerdo una experiencia que tuve, que de alguna manera marcó mi vida y me hizo enfrentar algunos miedos profundos; aun en ese momento logré sentirme victoriosa y disfrutar de todo aquello que estaba aconteciendo. Ahora les cuento cómo.
Yo soy kinesióloga respiratoria. A lo largo de mi formación he atendido niños y algunos de ellos en estado grave. Cada año, miles de niños menores de dos años se enferman de bronquiolitis; algunos requieren internación y otros cuidados más críticos. Muchas veces me tocó ver de cerca a estos pequeños con dificultad para respirar y también el sufrimiento de sus familias que los acompañaban. Cuando nació Tomy, mi hijo, algo que siempre tuve en mente, desde la perspectiva del temor, fue la bronquiolitis. Y aunque razonaba que la mayoría de los niños lo pasan en forma leve en su casa, ese temor, basado en lo que me había tocado ver, estaba latente. Tomy, a los 7 meses de vida, por primera vez tuvo fiebre; a los tres días la pediatra ya pudo hacer el diagnóstico de bronquiolitis y a los 5 días después de hacerle un riguroso monitoreo en casa, decidimos llamar a la ambulancia y los médicos a cargo decidieron el traslado inmediato a la clínica para su internación. Recuerdo que yo iba en la ambulancia con él en mis brazos poniéndole una máscara de oxígeno y mi esposo en el auto atrás. Podía ver la cara de la gente que encontrábamos en nuestro camino, cómo nos miraban con compasión. Al llegar a la clínica me sentaron en una silla de ruedas, el bebé en mi regazo con el oxígeno y nos llevaron a la guardia médica, pero hicieron una parada previa en la recepción y a mi hijo y a mí nos pusieron una cinta con un número en la muñeca. Nos registraron y cuando estábamos ya subiendo a la habitación que nos asignaron, miro en mi muñeca el número que me había tocado: 26838, ¡ese número es el resumen de mi de Documento Nacional de Identidad (DNI)! ¡Sí, identidad!, pensé. Esto es lo que Dios me estaba diciendo: ¡identidad! ¿Quién eres? ¿Quién eres hoy, y quién eres cuando estás predicando? ¿Quién eres cuando oras por otros y quién eres cuando estás adorando? Y esa pregunta contenía otra que se respondía sola al responder la primera, ¿cómo vas a atravesar esto? Desde ese momento, algo en mí cambió. Contesté de inmediato en mi corazón: ¡Hija de Dios, esa es mi primera identidad! Esa respuesta me dio firmeza, la confianza que necesitaba para atravesar esos días en gozo. La segunda pregunta, cómo les dije, se respondió sola después de que decidí afirmarme en quien soy. Sí, ahora les sigo contando, pero en gozo…
Unos segundos después se lo conté a mi esposo y enseguida me puse a razonar. Es imposible que ellos supieran mi número de DNI, si ya lo tenían preparado en la entrada. Y me quedé pensando… Quería confirmar que había sido Dios el que se había encargado de eso. Más tarde envié a mi esposo a preguntar cómo era el tema de distribución de esos números y le dijeron que eran consecutivos, es decir, un día empezaron y después de 26837 personas, entré yo. Enseguida pensé cuántas posibilidades puede haber de que justo coincidiera mi ingreso con mi DNI. Me resulta gracioso al pensarlo. Tan ingenioso Papá, siempre sabiendo de qué manera podemos entenderlo, siempre involucrado en revelarnos más y más de nuestra identidad y herencia.
Después de decidir pararme en mi identidad, le dije a mi esposo: ¡Estas son vacaciones! Él me miró medio desconcertado. Yo suelo ponerme nerviosa cuando se trata de temas de salud de familiares, y más de nuestro pequeño hijo, sin embargo, le pareció buena idea.
Al llegar a la habitación, todo estaba decorado como si fuesen habitaciones de Disney. Nos alojaron en la de los 101 Dálmatas y al rato mi hijo, aunque con una cánula de oxígeno con un pequeñísimo flujo, ya lucía mucho mejor. Nos pusieron la tele y un rato más tarde nos trajeron el menú para elegir. Por la noche nos armaron una cama accesoria y al otro día, por la gran mejoría de Tomy, nos permitieron ir a la terraza ya que era un día soleado; ese día también recibimos visitas. ¡Un día más sin oxígeno y a casa! ¡Check out! La recepción de la clínica para nosotros fue la de un hotel 4 estrellas en el que nos alojamos tres días y salimos felices de tener a nuestro hijo sano, fuerte, recuperado de una bronquiolitis, y principalmente de haber podido atravesar en la fe del Hijo de Dios, una circunstancia tan temida. Me llevó a entrar en ese reposo y poder ver siempre el bosque: ¡Que soy su hija amada, que él está conmigo, que tengo una familia hermosa y que él la cuida!
¡La primera manifestación, no fue la mejoría de Tomy, fue entender en mi corazón y eso cambió todo!
Finalmente, les comparto Filipenses 3:14 – 15, El Espejo:
«3:14 Yo tengo a la vista el premio de la inocencia de la humanidad redimida; tal como un atleta campeón en los juegos olímpicos, yo rehúso ser distraído por nada. Dios nos ha ¹invitado en Cristo, a levantar nuestros ojos y a reconocer nuestra identidad en él. 3:15 Los que hemos descubierto nuestra perfecta justicia, tenemos nuestro pensamiento anclado en Cristo. Si aún se ven a sí mismos como imperfectos, ¡Dios les revelará que están perdiendo el tiempo en imaginar que pueden ser más aceptados y justos que lo que ya son!»
Dice: Yo rehúso ser distraído (árbol), levanto mis ojos (enfoque) y reconozco mi identidad en Cristo (bosque y verdad inconmovible). Esa es mi declaración y se las comparto.