Se ha puesto de muy de moda hablar del amor propio, entendido como la capacidad de valorarse, cuidarse y ponerse en primer lugar. Si bien es cierto que Dios desea que nos reconozcamos como valiosos y creados a su imagen, debemos tener cuidado de no confundir este concepto con el verdadero amor que proviene de lo alto: el amor ágape o la verdadera naturaleza del amor.
El amor propio, en su versión más popular, suele estar centrado en uno mismo: en cómo me siento, en cuánto me respeto, en qué tan bien me trato. Sin darnos cuenta, este enfoque puede transformarse en un círculo cerrado y egocéntrico, donde la prioridad soy siempre «yo». La Palabra nos advierte que en los últimos días «los hombres serán amadores de sí mismos» (2 Timoteo 3:2), y esa es una señal de un amor desvirtuado, porque pierde su propósito eterno.
En cambio, la verdadera naturaleza del amor es la esencia misma de Dios, y la esencia que Él depositó en nosotros como hijos suyos. «… porque todo lo que Jesús es ahora, también lo somos nosotros en este mundo» (1 Juan 4:17, TPT). Este amor no busca lo suyo, no se encierra, no se alimenta únicamente de la autoestima, sino que fluye hacia afuera, dejando huella en otros. El amor ágape se da, se entrega, se sacrifica, y en ese dar encuentra su plenitud.
Juan 3:16 lo expresa con claridad: «De tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito…». El verdadero amor no se queda en palabras bonitas ni en el mero reconocimiento personal, siempre termina en una acción generosa y dadivosa. Amar de esta manera no solo me beneficia a mí, al reconocer quién soy en Cristo, sino que se convierte en un legado para quienes me rodean. El amor de Dios en mí me transforma, y a la vez me impulsa a transformar mi entorno.
Por eso, el llamado no es a quedarnos en un amor propio que puede volverse egocéntrico, sino a reflejar el amor ágape que hemos recibido. Un amor que perdona (Colosenses 3:13), que sirve (Marcos 10:45), que edifica (1 Corintios 8:1), que permanece (1 Corintios 13:13). Un amor que no se agota en mí, sino que se multiplica en los demás. Y ES UN LEGADO DE AMOR.
Cuando vivimos en este amor, dejamos huella, marcamos vidas y sembramos eternidad. Esa es la verdadera identidad de los hijos de Dios: no un amor que gira alrededor del «yo», sino un amor que fluye del corazón del Padre, que pasa por nosotros y alcanza a muchos.
«Así que, por encima de todo, que el amor sea el hermoso premio por el que corras» (1 Corintios 13: 13, TPT).
Por Romi Peroni.