Hay algo profundo en la vida espiritual que no se trata de lo que hacemos, sino con el lugar interior desde el cual lo hacemos. Muchas personas sirven, cuidan, trabajan, lideran y aman con sinceridad, pero terminan agotadas, irritadas o con la sensación de que “nada alcanza”. No porque estén haciendo demasiado, sino porque están viviendo desde una mentalidad de campo”: un estado de esfuerzo permanente, autoexigencia y supervivencia. El campo no es un lugar geográfico; es un ambiente interior en el que el valor se gana a fuerza de rendimiento y la aceptación se obtiene solo cuando cumplimos.
La historia del hijo mayor en Lucas 15 nos muestra esta realidad. Él vivía en la casa del Padre, pero su corazón operaba como si estuviera fuera, trabajando para ganar lo que ya poseía. Tenía herencia, pero pensaba como quien cobra un sueldo: “mi esfuerzo me da el derecho a recibir”. Estaba cerca físicamente, pero lejos espiritualmente. Esa es la experiencia de muchos hijos de Dios: servir desde la obligación, orar desde la culpa, amar desde el temor o la escasez. El problema no está en la actividad, sino en la identidad. Uno puede estar rodeado de gente y sentirse solo, cumplir con todo y sentirse insuficiente, estar junto a la iglesia y no sentirse en casa.
La casa del Padre no es un edificio; es el interior de cada hijo. Allí habita el Espíritu. Es el lugar donde no hay que demostrar ni merecer, donde uno es amado antes de producir. La casa es un ambiente de abundancia que no depende de circunstancias externas. Las responsabilidades no desaparecen, pero no pesan igual. Uno no trabaja para ser aceptado; trabaja porque ya lo es. Sirve desde plenitud, no para obtener aprobación. No corre detrás de la provisión; administra lo que ya se le fue dado. Al vivir con esta conciencia, uno aprende a apropiarse con seguridad de lo que Cristo ya proveyó.
Vivir desde el campo amarga incluso las tareas mas nobles. En el hogar, se manifiesta cuando sientes que si tú no haces algo, nadie lo hará bien; cuando cuidas a todos, pero no te sientes cuidado; cuando el descanso te produce culpa. En el trabajo aparece cuando uno intenta probar su capacidad aun cuando los resultados ya están a la vista. En la fe surge cuando la oración se convierte en un trámite para probar que es “espiritual” o la lectura bíblica en un acto para “compensar” faltas. Son gestos cotidianos que revelan una mentalidad de orfandad, aun siendo hijos y herederos.
La casa, en cambio, es un ambiente de comunión, plenitud y deleite. Allí las tareas encuentran sentido porque se realizan desde libertad y no desde carencia. Uno puede seguir trabajando, sirviendo o cuidando a su familia, pero sin la prisa que asfixia ni la ansiedad que controla. En la casa el valor está definido; no depende de elogios. No hay necesidad de competir ni compararse; el lugar en la mesa ya está preparado. La casa nos libera para amar, no para probar que merecemos.
El Padre no le dijo al hijo mayor “vuelve al campo y trabaja más”. Le recordó lo esencial: “Tú siempre estás conmigo. Todo lo mío es tuyo”. Esa frase abre una puerta. No exige un esfuerzo nuevo; pide una persepctiva nueva. No es un cambio de agenda, sino de corazón. Salir del campo y entrar a la casa es permitir que la vida fluya desde comunión y no desde tensión, desde identidad y no desde exigencia, desde la herencia y no desde la carencia
Quizás hoy tu cuerpo esté en la casa: sirves a Dios, trabajas, haces lo que corresponde. Pero pregúntate con honestidad: ¿desde dónde lo haces? ¿Desde la distancia, el deber o el miedo? ¿O desde la mesa preparada para los hijos? La invitación no es hacer menos, sino vivir mejor: entrar a la casa interior donde el Espíritu revela abundancia, claridad y gozo de propósito. Desde allí aprendemos a recibir por gracia y a apropiarnos de todo lo que ya nos ha sido dado.
No fuiste creado para sobrevivir en el campo. Eres hijo para administrar herencia.
Tu Padre se deleita en ti y se complace en verte vivir desde Su abundancia.
Por Kimberly Angulo




