¿Alguna vez se encontró viajando hacia una nueva dirección y necesitó del servicio de GPS, pero de repente este se tilda y comienza a decir una y otra vez “recalculando, recalculando”? En ese momento, uno empieza a buscar otras opciones. Tal vez envía mensajes de texto a la persona que va a visitar, intenta recordar las referencias que le dieron para llegar o pregunta a quienes se cruzan en el camino. Esta experiencia se parece mucho a lo que es la vida en momentos difíciles, transicionales, decisivos y claves.
Meditaba en cómo hoy vivimos bajo una verdadera lluvia de consejos. Consejos sobre cómo debo comer, cómo dormir, cómo vivir, cómo encontrar mi propósito, mi diseño, el esposo o la esposa, cómo criar a los hijos y sobre cualquier aspecto imaginable de la vida de un ser humano.
Últimamente veo una característica que se repite en muchas personas y hablo únicamente de lo que veo y percibo, al ser guiada por el Espíritu Santo y al tratar con personas la mayor parte de mi tiempo. Veo gente mareada, y confieso que yo misma, en algunos momentos, también me he sentido así. Es como cuando de niños giramos sin parar y, de repente, quedamos tan mareados que no podíamos mantener el equilibrio y terminamos cayendo al piso. De niña, eso me causaba risa y, a veces, ganas de vomitar. De adulta, en cambio, me produjo tristeza, frustración, cansancio, desánimo y poca claridad para comprender el presente y proyectar el futuro. Sin embargo, la Palabra, que es Cristo, la luz a nuestros corazones, nos recuerda que ciertamente hay un fin y que nuestra esperanza no será cortada (Pr. 23:18).
Existe un dicho muy conocido que afirma que en la multitud de consejos hay sabiduría (Pr. 11:14). Pero aquí surge una pregunta fundamental, ¿De qué tipo de sabiduría estamos hablando? ¿Todo consejo es sabiduría que puede ayudar a mi vida? El apóstol Santiago enseña que existen diferentes tipos de sabiduría. Él habla de una sabiduría terrenal (filosofía humana, sin Cristo), animal (sin conciencia o conocimiento) y diabólica (lo perverso, sin amor) (Stg. 3:15). Son palabras fuertes, pero así lo expresa claramente nuestro hermano Santiago. Luego también enseña que la sabiduría que proviene de lo alto es pura, pacífica, amable, benigna, llena de misericordia y de buenos frutos, sin incertidumbre ni hipocresía, sin tener que aparentar que todo está bien (Stg. 3:17).
Cuando menciona “lo alto”, no se refiere a algo superficial o circunstancial, sino a lo eterno, a lo que está en Cristo y a las dimensiones espirituales que solo los hijos de Dios, guiados por el Espíritu Santo, pueden vivir y comprobar.
Proverbios 4:7 enseña que la sabiduría es lo primero y que debemos adquirirla, y continúa diciendo que, al abrazarla, ella nos exaltará y nos honrará (Pr. 4:7–8, NTV). Es decir, la sabiduría tiene la capacidad de destacarnos y de posicionarnos correctamente en la vida.
Ahora bien, según 1 Co. 1:30, Cristo es nuestra sabiduría. Cuando Él deja de ser solo un nombre y se convierte en conocimiento y revelación en nuestros corazones, aprendemos a saber cómo vivir y cómo navegar esta vida de una manera plena, destacada y a la manera del Reino de Dios. Entonces todo se vuelve mucho más ágil, más claro y más llevadero, aun en medio de las tormentas.
Bien, ya sabemos que nuestra sabiduría es Cristo, y una de las definiciones de la sabiduría es saber el qué, cómo, cuándo, dónde, con quién, por qué y para qué. Recordemos que se trata de aprender y saber vivir a la manera del Reino de Dios. Esta sabiduría nos ayuda a mantenernos firmes en la fe, sin pérdidas innecesarias, en reposo (Heb. 4:11), viviendo el presente, proyectando el futuro y caminando de manera destacada, alineados con Él.
Vivir sabiduría nos permitirá dejar de vivir mareados y fluctuantes, de un lado a otro, como enseña Santiago (Stg. 1:6–8). Para que esto suceda, necesitamos quietud y silencio. Mateo 8:23–27 habla de Jesús y sus discípulos en la barca y nos muestra cómo transitaron una tormenta. Claramente, no la vivieron de la misma manera. Vemos a Jesús durmiendo, sí, durmiendo, mientras que los discípulos se despedían entre ellos porque se veían perecer. Creo que Jesús no se despertó por la tormenta, sino por la perturbación y el terror del alma de sus discípulos. Él trajo paz y calma a las tormentas exteriores porque sabía cómo aquietar las tormentas interiores. Este es un fiel reflejo de vivir en sabiduría, quietud y silencio en el alma. Solo así sabremos el qué, cómo, cuándo, dónde, con quién, por qué y para qué, y así, rendidos al consejo y a la dirección que es la sabiduría, que es Cristo, viviremos sin pérdidas, aun en medio de las tormentas.
Creo que cuando descubrimos esta sabiduría como guía para nuestra vida y abrazamos su verdad sobre el qué, cómo, cuándo, dónde, con quién, por qué y para qué vivir, lo demás pierde protagonismo y aprendemos a caminar enfocados.
Mi deseo es que, viviendo en esta sabiduría y teniendo su mente en nosotros (1 Co. 2:16), este nuevo año sea sin límites para cada uno de nosotros.




